Los padres lo dieron siempre todo por nosotros.
Día tras día, año tras año, toda su vida.
Y aunque era su obligación criarnos y educarnos,
corregirnos los errores, vernos crecer y volar,
se podían haber quejado si no les dimos buen trato,
pero ellos sin embargo lo hicieron sin rechistar.
Cuando ya son viejecitos y los hijos ya se han ido,
viendo su nido vacío, aparece la nostalgia
y van perdiendo la fuerza que tenían para luchar.
Es entonces, que en su casa se instala la soledad
y la vida nos enseña que los hemos de ayudar.
Debemos dedicarles todo el tiempo que necesiten,
el que haga falta, hablar con ellos, escucharlos,
comprenderlos, ayudarlos, reír e incluso llorar
y cuando el corazón nos lo pida o cuando
nos demos cuenta de que decae su moral,
abrazarlos y besarlos, decirles que los queremos,
para que ellos no se inquieten y que sean más felices.
Se merecen todo lo que necesiten de nosotros
y si fuera posible, que lo es, todavía mucho más.
Lo que hicieron por nosotros no se nos debe olvidar.
Pues quién respeta a sus padres y ama a sus hijos,
toda la eternidad hallará en Dios cobijo.